Remembranzas de lecturas extraordinarias – Osmany Cruz Ferrer

Remembranzas de lecturas extraordinarias

“¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras! Más que la miel a mi boca”

(Salmos 119:103)

Amo el lenguaje, las palabras, el sonido y la relación entre ellas cuando forman una oración. Disfruto la cadencia de una narración, la poesía de un relato bien construido, el tintinear armonioso de la sintaxis de un gran libro. Desde niño fue así. Mamá era costurera desde casa, y papá, un obrero con horarios rotativos que le mantenían fuera del hogar más de lo que a mi me hubiera gustado. Entonces estaba yo, un niño de seis años hiperactivo y aventurero. Era difícil domesticarme y no podía evitar meterme en travesuras cada dos por tres.

Mi madre ideó un plan para sobrevivir a las muchas noches en que papá estaba ausente y no podía servirle de policía en relación a mí. Se le ocurrió que más allá de las tareas del colegio, sería bueno que yo leyera un poco más extensamente. De esta manera ella podría coser, oírme a la vez y, por consecuencia, mantenerme ubicado en un mismo lugar por un buen tiempo. Lo que comenzó como una lejana probabilidad de acierto, resultó un éxito rotundo. La lectura me atrapó como la miel a la mosca. Bebí los libros de aventuras de Emilio Salgari, las ingeniosas historias de Mark Twain, la belleza de los cuentos de Dora Alonso, los alucinantes relatos de Rudyard Kipling, y todo cuanto llegaba a mi mano. Aquella fue una época de descubrimiento y de seguro sosiego para mi madre. Aquellos días me marcaron para siempre y la huella de aquellas lecturas selectas la llevo conmigo todavía hoy.

Luego conocí al Señor a la tierna edad de catorce años y descubrí Su libro. Sus palabras eran distintas, sus lecciones eran contundentes y verídicas. No eran míticos relatos los que ahí leía, no era ficción, ni entretenidas fábulas. Era más que todo eso, era espíritu y vida (Juan 6:63). Leí con deleite infinito cada uno de los 66 libros de las Escrituras, cada uno de los 1189 capítulos, cada uno de los 31 173 versículos, cada palabra de las 773 693, y cada letra de las 3 566 480 que tiene la Biblia. Mi vida cambió, fui salvo en Cristo, conocí mi destino en la tierra, me entendí a mi mismo, y atesoré desde aquellas primeras lecturas las eternales promesas De Dios.

Hoy sigo leyendo asiduamente como antaño, pero ninguna lectura me es más placentera que la de las Sagradas Escrituras. Lectura tras lectura descubro que el Santo Libro no cambia, pero sí mi comprensión de él. No es tinta negra sobre papel, sino que Dios vivifica sus palabras a mi corazón anhelante de su dirección y cuidado. Cada experiencia supera a la anterior, cada verso me cautiva y cada libro, desde el extasiante Génesis hasta el misterioso Apocalipsis, me lleva a remansos de paz y saciedad interior.

En periodos de aridez soy regado por la lluvia de la verdad de Dios y descubro, que cuando menos quiero leer, es cuando más lo necesito. Por ello me he propuesto degustar cada día de Sus estatutos, evocar Sus enseñanzas, alimentar mi alma del maná espiritual y obedecer en todo aquello que Dios espera de mí. Porque lo hermoso del Libro de Dios es que no solo puedes meditarlo, también puedes vivirlo.

Hago este homenaje a la Biblia con la intención de provocarte a su asidua lectura. Busco que sientas ahora, al menos, una infinitésima fracción de la emoción y efecto que puede producirte la Palabra de Dios. Sí mi querido lector, porque quien lee la Biblia Dios le hace sabio, quien la cree Dios le hace salvo, y quien la vive Dios lo hace santo. De mis remembranzas antiguas, de mis lecturas lejanas, ninguna, ninguna como la Biblia. Ese es el Libro, ningún otro como él.

Autor: Osmany Cruz Ferrer

Escrito para www.devocionaldiario.com

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