Amor demostrado – Osmany Cruz Ferrer

AMOR DEMOSTRADO

El día más nervioso de mi vida fue el 7 de febrero de 2001. Mi nerviosismo no tenía nada que ver con multitudes a quienes predicar, conferencias bíblicas por impartir, o asuntos pastorales delicados que tratar. Nada de eso, el jugueteo de mis manos en los bolsillos, mis movimientos incoherentes, y mis comentarios sin sentido tenían que ver con una muchacha a la que le iba a pedir que fuera mi novia. Esa noche de febrero, sentados en un banco verde de un bonito parque, me dirigí a Leydi diciéndole, lo mejor posible, con palabras tremolas, lo que sentía hacia ella (Leydi siempre ha dicho que fui muy seguro y que no titubeé). Creo que mis planes de lograr los 25 minutos de declaración amorosa, se redujeron a 6 o 7 solamente; y por fin, hice la pregunta decisiva: ¿Sientes lo mismo por mí? Ella me respondió con una mirada de sorpresa: Lamento decirte que no.

Imagina lo que ocurrió dentro de mí en ese instante. El tiempo se detuvo y me quedé suspenso en un vacío de dudas e incertidumbre mientras me decía: ¡Si yo la vi como se ponía nerviosa cuando la visitaba! ¿Y aquella carta de “amiga” que me envió?, dejaba mucho que interpretar…! ¡Y esas largas horas de conversación que teníamos! ¿No eran acaso indicios de que me tenía afecto? ¿No significaba que teníamos algo mayor que una simple amistad? Por fin todo ese tropel de ideas se disipó cuando Leydi tomó mis manos entre las  suyas y me dijo sonriendo: Es jugando, yo también te amo y me siento muy feliz por lo que acabas de pedirme­. A la semana de haberle pedido que fuera mi novia, le pedí que se casara conmigo y dijo que sí —esta vez no usó bromas­. A los seis meses nos estábamos casando en una bonita Iglesia y hemos sido realmente muy felices.

Pero volvamos al banco en el parque. Usted imaginó lo que yo sentí en aquel lugar, ¿verdad? Sentí confusión —aun cuando fuera solo por cinco segundos— debido a que los hechos de días pasados  habían sido muy elocuentes. Yo no le había revelado mis sentimientos abiertamente, ni ella tampoco a mí. Nuestra amistad no había pasado a una relación más íntima, sin embargo, ambos sabíamos que nuestro comportamiento era especial el uno para con el otro. De mi parte me ofrecí para enseñarla a tocar guitarra, le di para que leyera los manuscritos de mis trabajos literarios, y encontraba siempre una excusa para pasar por su casa. Ella por su parte me hacía llegar poesías de algún que otro escritor cristiano para que las disfrutara. Buscaba muy “sutilmente” mi compañía al terminar los cultos y se mostraba muy feliz en nuestras pláticas. Leydi y yo sabíamos, antes que se dijeran palabras, que teníamos algo especial; porque el verdadero amor no puede esconderse, actúa y se pone al descubierto. Por eso fue que la primera respuesta que me dio en el parque no podía ser más que una broma. Fue, solamente, una treta femenina para poner a prueba los nervios ya destrozados de un joven suspirante de amor.

Esta historia tiene un interesante parecido al amor de Dios. El amor de Dios también actúa, es visible. No hace alarde de sí mismo, pero sus efectos son palpables. Decir que Dios no ama al hombre, tiene que ser una broma. Muchos opinan que Dios creó al mundo y luego se olvidó de él. Pero lo que en realidad ocurrió fue lo contrario; Dios creó al mundo y el mundo ingrato se olvidó de su Hacedor. A pesar de esto, el Señor sigue sentado en su trono mirando con añoranza al horizonte, como el padre del hijo pródigo, esperando que su hijo  regrese. Esperando, sí; porque el amor sabe esperar. Nos deja criticarlo, permite que levantemos acusaciones en su contra, solo para luego perdonarnos y recibirnos con ternura si en realidad nos arrepentimos. Nos deja ir, pero ansía nuestro regreso.

Ese es el amor de Dios, un amor que se revela a cada momento. Lo veo cuando Jesús tocó la piel del leproso y no le importó la opinión de la religión, ni siquiera temió por sí mismo. Siento ese amor cuando al ladrón que estaba en la cruz contigua a la de él, le dio la absolución y le prometió una eternidad en el paraíso. Y qué decir cuando liberó al gadareno, cuando le dio de comer a los hambrientos o cuando milagrosamente le colocó nuevamente la oreja  a uno de la comitiva que venía a prenderle en Getsemaní.

El apóstol Juan no se equivocó cuando dijo que “Dios es amor”. Él mismo fue testigo de la resurrección de Lázaro, de las sanidades en Capernaum, y de las lágrimas del Maestro por Jerusalén. Juan fue quien recibió con asombro aquella reprensión de Jesús a la petición del apóstol de hacer caer fuego del cielo sobre los impenitentes. A Juan nunca se le olvidaron sus palabras: “Acaso no sabéis de que espíritu sois”, tal vez está fue la lección contundente que lo hizo convertirse más tarde en el apóstol del amor. El amor de Jesús hacia todos era evidente. Lo sabían sus amigos y también sus enemigos.

Hoy es tan real su amor como cuando caminó por las polvorientas calles de Galilea. Él sigue tocando a la gente. ¿A quién le importaba un pandillero? A nadie, excepto a él, por eso salvó a Nicky Cruz. ¿A quién le importaba un religioso insignificante? A nadie, pero Cristo salvó a Martín Lutero. ¿Quién iba a hacer caso de un inglés que tenía dieciocho hermanos y una fe pésima en la posibilidad de ser salvo? Nadie, excepto Jesús, que salvó a Juan Wesley ¿Quién querría prestarle atención especial a un adolescente confundido entre la religión, el placer y la ciencia? A nadie, solamente a Cristo, y me salvó a mí.

Autor: Osmany Cruz Ferrer

Escrito para www.devocionaldiario.com

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