Nadie podrá arrebatarnos de su mano – Marisela Ocampo O.

NADIE PODRÁ ARREBATARNOS DE SU MANO

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El precio que pagó Jesucristo en la cruz fue una vez y para siempre, Él dio su vida por amor a la humanidad y todo aquel que en Él cree es salvo y para siempre. Hay situaciones adversas que nos toca afrontar en este mundo, quizá muchas caídas de las cuales nos tenemos que levantar, pero el inmenso amor que Jesús nos manifestó en esa cruz no cambia, permanece y jamás se desgasta. Somos de Jesucristo, por Él fuimos adoptados como hijos de Dios y sellados con su Santo Espíritu; de tal forma, que ya no pertenecemos al mundo, al pecado, a Satanás y menos a nosotros mismos. Jesucristo es nuestro dueño, Él es nuestro Salvador, de Él somos y para Él somos, nadie podrá arrebatarnos de su mano.

“Mis ovejas oyen mi voz, y Yo las conozco, y me siguen, y Yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre que me las dio, es mayor que todos, y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. Yo y el Padre uno somos”. Juan 10:27-30 (RVR1960).

Algunas personas han caído en pecado, han caído en los placeres de este mundo y piensan que no tienen perdón de Dios; deciden tercamente apartarse del Señor y se olvidan de la gran misericordia que Él tiene de todo aquel que en Él confía y se vuelve a Él con un corazón quebrantado y arrepentido. No podemos permitir que el pecado, las dificultades, la culpa, etc. nos alejen de la presencia de Dios; si somos salvos no hay nada ni nadie que pueda separarnos del amor que Él nos ha manifestado en Cristo Jesús. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad. Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis; y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. 1 Juan 1:8-9, 2:1 (RVR1960).

Ahora, reconocemos que la salvación es por fe y por gracia, pero eso no significa que el regalo gratuito de la salvación nos da potestad para pecar deliberadamente. La gracia no nos da libertad para pecar, la gracia nos vuelve esclavos de Cristo y nos hace aborrecer el pecado que nos tenía apartados de Dios. Un hijo de Dios procura la santidad y la justicia que su Pastor le enseña, en este caso, Jesucristo nuestro buen Pastor. Un hijo de Dios tiene su mirada puesta en Cristo y a Él sigue, imita y sirve cada día de su vida para gloria de Dios Padre. El anhelo de un hijo de Dios es ser perfeccionado cada día conforme a la imagen de Jesucristo, Hijo y modelo perfecto de Dios.

Si somos salvos, cada día nos pareceremos más y más a Jesús, no a lo que éramos antes, no al pecado y no al mundo. Somos de Cristo y estamos aferrados de su mano, tanto, que no hay nada ni nadie pueda apartarnos de Él.

Por: Marisela Ocampo O.

Escrito para www.devocionaldiario.com

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