Ganar una vida – Luis Caccia Guerra

Ganar una vida

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Una monja de origen albanés, pasó varios años de su vida enseñando geografía en un convento exclusivo a jóvenes ricas de Calcuta. Un día, durante un  viaje en tren a los Himalaya, tuvo la certeza  del llamado del Señor de ir a ministrar a las castas más pobres y marginadas  de India. Esta joven de quien hablamos, es nada más ni nada menos quien hoy conocemos como Teresa de Calcuta; sí, la Madre Teresa de Calcuta.

Con tan drástico cambio perdía toda una gran vida de comodidades,  tranquilidad y sosiego, con contactos e influencias poderosas. Literalmente estaba cambiando “una gran vida” por una mucho más austera, llena de necesidades y peligros. Sin embargo hoy, a unos pocos años de su muerte a quién le cabe la más mínima duda de que esa  fue “su gran vida” entregada en favor de los más necesitados, marginados, ignorados de este mundo; ocupándose de quienes nadie quería ocuparse.

En este mismo sentido, un amado amigo de Buenos Aires que ha sabido experimentar lamentables pérdidas durante su juventud, en varias oportunidades me ha dicho: “Dios no me quita nada, me cambia figuritas.”  Nos conocemos desde hace más de treinta años y de cerca o de lejos, he podido seguir sus pasos por esta vida. Me consta de que es así. No pierdo la esperanza de que algún día quiera hablar abiertamente de estas cosas y me autorice a publicar su testimonio.  Por ahora sólo puedo decir que aún siendo muy joven perdió a sus padres y su única hermana. Hoy tiene una bella familia y disfruta de una buena vida.

Cuando era chico, me gustaba coleccionar figuritas. A veces intercambiaba con otros niños y había algunas que eran las más difíciles de conseguir, que tenían un precio alto. No importa si en especie o inclusive en dinero, el precio solía ser muy alto. A veces había que desprenderse de alguna figurita, que aunque más fácil de conseguir, tenía algún valor muy especial. Pero una vez en poder de la más difícil de todas, el camino ya estaba prácticamente resuelto.

Hoy encuentro que, aunque la expresión parezca irreverente, Dios trata conmigo, con mis hermanos, contigo y con quienes creemos sinceramente en El, como trata con mi amigo. No nos quita nada, nos cambia figuritas. A lo largo de todos estos años, he experimentado algunas pérdidas. Buenos trabajos; cosas valiosas, más que nada en lo personal y afectivo que en su valor en dinero, pero valiosas al fin; amigos, familiares y seres queridos que partieron hacia la Eternidad. Pero por sobre todas las cosas, he visto que es mi  propia vida, la clase de vida que a mí me gusta, justamente la que quiero conservar, la que yo quiero que sea, la que he ido aprendiendo a ceder, a entregar de a poco en las dulces manos del Señor.

Por cada cosa que ya no tuve, Dios me proporcionó algo mejor conforme a la medida de mi vaso. Mi vaso, es chico, por eso me tuve que conformar con “bendicioncitas” en lugar de aspirar a las grandes ligas de los cazadores de bendiciones. Cada cosa que perdí me enseñó a reconocer mis limitaciones y la humildad de pedir por un vaso más grande. Dios siempre llena el vaso. Si tiene “gusto a poco” es porque mi vaso es chico. Toda una vida viví pensando en chico, pues no me deba extrañar recibir bendiciones a cuenta gotas, en chico. Es hora de pedir una ampliación.

 “Todo me es lícito,  pero no todo conviene;  todo me es lícito,  pero no todo edifica” (I Corintios 10:23) decía el apóstol Pablo. Con el transcurso del tiempo vamos acumulando hábitos en nuestra vida, con cosas que no tienen porqué ser malas en sí mismas. Pero cuando el trabajo, el dinero, la familia e inclusive el propio ministerio pasan a eclipsar la presencia de Dios en nuestras vidas, ya los endiosamos.  Cuando me faltó el trabajo, cuando la familia se resintió, cuando el fracaso ministerial se presentó a las puertas y estuve a punto de arrojar todo por la borda, opté por entregar esas cosas en las manos del Señor.  Ceder fue duro. Pero valió la pena. Hoy no me cabe la menor duda de que al escribir y dejar volar las palabras en las manos del Señor estoy ayudando a edificar vidas.

Hay hábitos cuya línea que define la frontera entre el bien y el mal es sutil, fina, difícil de discernir o de ver y frecuentemente nos ponen al borde del abismo. Destruir de mi equipo de computación cientos de miles de archivos de discutible contenido, fue doloroso. Hoy me siento libre y hablando de lo que hablo con autoridad e integridad.

Hace un año tuve que hacer una estricta y disciplinada dieta para bajar de peso. Me encontraba en mi máximo peso histórico de toda mi vida y esto no me gustaba. Tuve que renunciar, al menos por unos meses, a comidas y bebidas que me gustaban y reemplazarlas por otras que no me gustaban tanto… ¡o nada! Al menos una vez a la semana, salía a correr en un pequeño parque cerca de nuestra casa. Implicaba un esfuerzo nada agradable. Pero en pocas semanas bajé cerca de 15 kilos y encontré mi peso óptimo. El reemplazo no me gustó, pero es lo que me permitió soportar todo lo que vino después.

Debo confesar que lo que viene en reemplazo no siempre ha sido de mi agrado y he tenido que aprender a adaptarme, a convivir con ello. Pero a la larga, Papá Dios me ha demostrado que eso era lo mejor que me podía pasar.

Lo que quería salvar lo perdí. La vida que me gustaba también. Pero lo que perdí Dios me lo restituyó con creces.

Porque todo el que quiera salvar su vida,  la perderá;  y todo el que pierda su vida por causa de mí,  la hallará.

(Mateo 16:25 RV60)

Por: Luis Caccia Guerra

Escrito para www.devocionaldiario.com

 

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