Crónica de una caída – Luis Caccia Guerra

Crónica de una caída

Las tecnologías militares de hoy en día han desarrollado armas de destrucción masiva, que tienden a aniquilar al adversario matando a la mayor cantidad posible de personas con cada dispositivo. Cuantos más muertos y más daño deje el arma, mejor.

Pero en el combate de campo las cosas son diferentes. Una de las estrategias es “producir la baja”, que no siempre implica la muerte del soldado, sino “inutilizarlo” de tal manera que no pueda volver a combatir y que el enemigo deba gastar tiempo y recursos en rescatar y retirar a los heridos o moribundos del campo de batalla.

El Príncipe de las Tinieblas emplea una táctica muy similar para tratar con los cristianos. Los deja “inutilizados” y tirados en el campo de batalla. En pocas palabras: Produce la baja.

En este punto resulta oportuno hacer la distinción entre “perdido” y “caído”. “Perdido” es una persona que nunca conoció los favores del sacrificio de Cristo en la cruz. Que aún vive bajo el dominio del pecado. En cambio “caído” es aquel que habiendo conocido a Jesús como su Salvador, por diversas circunstancias experimenta una “caída”, se aleja del Señor y de la iglesia, vuelve al mundo.

Son muy diversas las causas por las que un hermano abandona la iglesia. Algunos “se enfrían”, son atraídos por las cosas que les ofrece el mundo. En otros casos, la influencia de su entorno es más poderosa que la de su iglesia local y terminan apartándose. Muchos otros caen en pecado y ya sea por doctrinas erróneas o por ignorancia se sienten definitivamente perdidos y sin capacidad de gozar del Perdón y de la Gracia de Dios ni de perdonarse a sí mismos.

Una amarga decepción, frustraciones, sueños no cumplidos, una prueba no superada, enojarse con Dios, son circunstancias que también pueden conducir a un cristiano a su caída. Desacuerdos con la metodología, enseñanza, doctrina, liturgia, o proceder de los hermanos que forman parte del liderazgo de la iglesia, resulta en numerosas ocasiones motivo suficiente para que un hermano, con razón o sin ella, decida abandonar la iglesia local e inclusive, se aparte del Señor.

Las relaciones personales juegan en este tópico un protagonismo singular. Un roce, un entredicho, un malentendido, un intercambio verbal aparentemente insignificante, un problema o conflicto con algún hermano o inclusive con algún líder de la iglesia, sin importar que tan grave o leve sea; la expresión poco feliz de un predicador o la liviandad de una afirmación desde el púlpito; también son causa frecuente de que hermanos terminen dejando la iglesia y finalmente abandonen al Señor.

No son las únicas causas, motivos ni circunstancias. Sólo hemos mencionado rápidamente las más frecuentes. Pero todas estas tienen al menos, dos denominadores comunes:

1-Salvo un problema de cierta gravedad, en general se trata de procesos relativamente lentos, graduales, que comienzan con un primer evento al que generalmente no se le atribuye mucha importancia.

2-Más allá de la importancia relativa de las situaciones -que nunca pasaron desapercibidas a los líderes de turno- no fueron debidamente atendidas o quedaron mal resueltas.

Muchos creen que un simple malentendido no es de por sí suficiente motivo para que un hermano experimentado termine abandonando la iglesia. Si eso piensan, realmente desconocen o subestiman el poder del ADVERSARIO. Una situación mal atendida o no resuelta, sin importar que tan grave o leve sea, tal vez no es suficiente por sí misma para que un hermano abandone la iglesia o caiga en pecado, pero definitivamente es la punta de una complicada madeja que Satanás conoce cómo manipular a la perfección. Una situación mal atendida abre una senda única que conduce a otra y sólo a esa determinada situación, y así sucesivamente va encadenando en el transcurso del tiempo un laberíntico camino de eventos que no se hubieran dado si la situación original hubiera sido bien resuelta. Al final del mismo termina con la caída y/o alejamiento de un hermano, inclusive con el éxodo de familias enteras de la iglesia. Los líderes actuales de muchas congregaciones parecen ignorar esto o bien no le prestan la debida atención… o tal vez la presencia de un hermano con experiencia, que sabe y conoce no es “conveniente” en ciertas comunidades que tienen sus “trapitos sucios” y sea políticamente apropiado dejarlo ir sin más, ni más….

Después nadie sabe que pasó realmente. Ya nadie recuerda que esa familia o ese hermano hace un par de años acusó los síntomas de una situación que fue mal atendida o no fue resuelta como era debido.

El episodio de Juan que continúa, es ficción. Pero unos cuantos elementos de esta historia han sido tomados de la realidad. Obviamente hay situaciones y situaciones. A veces a quienes toman la drástica determinación de separarse de su comunidad los asiste la razón… otras veces no.

Juan era un hermano muy comprometido con las cosas del Señor. Se esforzaba. Con sus días brillantes y sus días oscuros, con sus aciertos y sus errores, con sus éxitos y fracasos, procuraba servir a su Señor. Amaba a su Señor por sobre todas las cosas. Juan era una persona en quien se podía confiar. Era celoso de su trabajo en el Señor. Se había equivocado muchas veces y vuelto a empezar otras tantas. Lleno de proyectos, iniciativas, ideas. Nunca estaba ocioso.

Era reservado, no hablaba mucho. Solo abría su corazón y con mucha cautela ante quien sabía ganarse su confianza. No era de estar presentando quejas, salvo que algo lo afectara directamente a él, su trabajo o a su familia. Sufría en silencio la mayor parte de los desaciertos, las desinteligencias, inclusive el sutil maltrato. Perfil bajo, en pocas palabras. Perfil bajo, muchas veces se confunde con “tonto”, “apocado” y rara vez se asocia con el valor de la “humildad”. Si eso ocurre en una comunidad, va a tener que revisar y examinar cuidadosamente su escala de valores.

Un súbito sacudón en su vida, lo afectó más de lo que él mismo se podía dar cuenta. Si antes era reservado, ahora lo era aún más. Pidió varias veces oración por sus necesidades y las de su familia, como así también por amigos y conocidos a los que había llegado con el mensaje de Nuestro Señor. Pero comenzó a retraerse. Ya no tenía tanta iniciativa, asistía poco. Cada vez tenía relación con menos hermanos. En un cálculo conservador, estuvo como mínimo, un año asistiendo a una sola de las reuniones de su iglesia y esto una sola vez al mes, solamente cuando le tocaba presentar su ministerio. A pesar de todo, su compromiso era con el Señor, por lo tanto continuó ocupándose de sus tareas ministeriales como lo había hecho siempre. Pero si algo fue notorio, es que en todo ese tiempo nadie se acercó a él para decirle: “hermano, veo que viene de vez en cuando… ¿puedo saber qué sucede, le puedo ayudar en algo?” ni nada por el estilo. Por ahí alguien esbozó un aventurado, sutil y muy diplomático, por cierto: “hola, hermano, hace mucho que no lo veo”… y punto. Ni preguntar por error “¿Qué le sucede?” no sea cosa que atenderlo comprometa, ni “¿le puedo ayudar?” ¡a ver si dice que sí!. Unas cuantas veces lo invitaron a reuniones que no le ofrecían la contención ni lo que él necesitaba. Después de un año, vino a tono de reproche de parte de un líder: “no se ve bien que vengas sólo cuando tienes que presentar tu ministerio”, pero en todo ese tiempo, ese mismo líder nunca preguntó “Juan, ¿te pasa algo?, ¿puedo ayudarte con eso?”. Y si tal vez lo preguntó, fue tan sutil y diplomático que Juan no pudo darse cuenta de ello.

A esta altura de los acontecimientos no se le pasaron desapercibidas ciertas actitudes, como velados silencios a modo de respuestas, toda vez que el silencio es la peor de las respuestas. Es la que más mal se interpreta.

Un día no pidió más oración. La frustración, la insatisfacción, la falta de contención y la prueba por la que pasaba hicieron que el desaliento y la tristeza ganaran terreno sobre la fe y la esperanza dentro de su corazón. Comenzó a apartarse. Su asistencia se fue haciendo cada vez menos frecuente. Pidió oración y ayuda cuando estuvo en condiciones de hacerlo. Decidió llamarse al silencio cuando perdió la confianza a raíz de algunas situaciones que lo afectaron, pero que fueron mal atendidas y otras no resueltas. Finalmente, después de varios años, decidió separarse de esa comunidad.

Después de varios meses, contactó a través de una red social, a alguien que decía ser su amigo. “Hace tiempo que no te veía, pero no me animaba a preguntar” le dijo. Si era tan amigo… ¿cómo es que no se animaba a preguntarle?

La confianza es un delicado castillo de cristal. Puede costar años construirlo y tan sólo un descuido derribarlo.

Trasladado este episodio al terreno espiritual, cuando un hermano que es cumplidor y trabajador, se aleja y no pide más auxilio es porque se está ahogando. Ya perdió la capacidad de pedir socorro. Pide socorro el que está a punto de ahogarse. El que ya se está ahogando no lo puede hacer, el agua en su garganta y pulmones le impide gritar para hacerlo.

Había responsables de numerosos descuidos. Durante mucho tiempo estuvieron observándolo a Juan sin una acción concreta. Justamente ese largo período de observación “como bicho bajo la lupa” sirvió de argumento inteligentemente bien elaborado y pretexto para justificar la inacción de quienes debían asistirlo. Si Juan no quería hablar, nadie tenía por qué irrumpir en su intimidad ni obligarlo a que lo hiciera. Eso y meterse por la ventana de su casa es exactamente lo mismo. Pero su silencio era síntoma de su ahogo espiritual. Lo menos que se esperaba es que quienes estaban en posición de hacerlo restauraran la confianza y el nexo perdido. Nada de eso pasó. Un corazón se abre cuando impera la confianza. Nunca por medio de una “cirugía espiritual” compulsiva.

Son más de las que te puedes imaginar, las ocasiones en las que la sabiduría de hombres se pone en evidencia y naufraga junto con el que se ahoga cuando en el medio de una laguna espiritual ahí justo al lado tuyo, está a punto de ahogarse un hermano y los inteligentes y muy bien elaborados argumentos de quienes pueden ayudarlo son más fuertes que sus gritos. No nos alcanza la inteligencia ni la imaginación para reproducir los numerosos argumentos tan brillantemente elaborados e íntegramente basados en la Biblia, por supuesto; para no hacerse cargo del error.

Cuando un hermano dice abiertamente que no va a decir lo que le pasa, no está bien pensar: “Ah, el hermano tal no quiere decir lo que le pasa, no comparte nada con nosotros. Si no viene y dice lo que le pasa no podemos ayudarlo”.

Lo correcto es que habría que ponerse a pensar: “El hermano tal no abre su corazón, por algo será” que es otra cosa bien distinta y en esos términos involucra directamente a quienes deberían asistirlo. Porque si a un hermano no le quiere decir algo a su líder e turno, a alguien mas SÍ se lo va a decir… ¿por qué a uno sí y a otro no? ¿No será que no supieron ganarse –NO CONQUISTAR, cuidado que no es lo mismo– su confianza… o en todo caso “administrar” si cabe la palabra, esa confianza que alguna vez les dio?

Saber “ganarse” la confianza de alguien es el sujeto pasivo, es el ser merecedor de ella sin acreencias de ninguna especie. Es recibir la distinción. Es el otro el que te halló apto y por lo tanto decide otorgarte la condecoración desde lo profundo de su corazón.

Distinta es la “conquista”. Es la voz activa. Es el salir lisa y llanamente a apropiarse de la confianza del otro. Es literalmente arrebatársela, reclamarla de alguna manera. Constituirse en acreedor de la misma. Obtenerla a través de la treta psicológica. El empleo de sutiles estrategias de seducción. Lograr que el otro te entregue su confianza.

En un reportaje que realicé hace tiempo atrás al Pastor Capitán Ricardo Bevilacua, del Ejército de Salvación, me comentó off the record que él se ponía a conversar con las personas, pero más que conversar, a acompañarlas, a escucharlas. Oraba con ellas y les hablaba con sinceridad, del Señor.

Sin invadir su intimidad. Sin llamar a nadie para hacer molestas preguntas. Simplemente hallaban confianza en su actitud afectuosa, sincera y ellos solos abrían espontáneamente su corazón. Así debe ser. Así es como funciona y no de otra manera.

Hace poco vi la última parte de una película de combate. No soy habitué de este tipo de películas en las que se muestra violencia, muerte, horror. Con sólo leer los diarios ya tengo suficiente de estas cosas. Lo que me gustó esta vez, es que ni bien fue rescatado y habiendo afrontado numerosas bajas, el militar a cargo del pelotón, que también había resultado herido, informó inmediatamente a su superior:

-¡Hay hombres caídos, mi Capitán!

-¡No se preocupe, soldado!. ¡Nos haremos cargo!  Respondió su superior.

“Nos haremos cargo”. Eso es lo que hacen todos los ejércitos del mundo con sus caídos tan pronto como pueden hacerlo. Sin embargo, hay ocasiones en las que el ejército de Dios deja abandonados a los caídos en el campo de batalla.

Ahí esta el kid de la inteligente estrategia del Adversario. Miles de cristianos han comenzado su proceso de caída hoy mismo. Un pequeño roce, un leve intercambio verbal sin importancia. Una cierta incomodidad. Todas situaciones que se hicieron conocer, que se manifestaron abiertamente a su debido momento, que no pasaron desapercibidas, pero que no fueron atendidas o fueron mal resueltas. Satán no se preocupa demasiado. Sabe que al final de ese camino que hoy iniciaron, tarde o temprano está la caída y que van a quedar tirados en el campo de batalla. Sólo es cuestión de tiempo. Esos ya no lo van a molestar más. No se van a volver a levantar, ni van a ganar más almas, ni van a ser de bendición para nadie más.

Sin duda alguna, hay hermanos y comunidades cristianas que se ocupan más que otras de sus caídos. Hay iglesias que por lo menos dedican un tiempo de oración por esos hermanos “que se han ido, para que vuelvan” e inclusive salen a visitarlos e invitarlos de nuevo. Unos pocos vuelven. Pero sólo eso. Las comunidades y una inmensa cantidad de líderes no reconocen sus errores, por lo que de ahí a salir en rescate de los caídos… la diferencia no es justamente un detalle menor. No tenemos lucha contra sangre y carne… (Efesios 6) y cualquiera de nosotros puede caer en el fragor del combate.

En las iglesias hay muchos más “Juanes” de los que puedes imaginarte.

Cuando una persona llega a una iglesia es porque tiene necesidades espirituales.

Cuando se aleja de ella, lo hace exactamente por las mismas razones por las que vino: porque tiene necesidades espirituales.

Yo conozco tus obras,  y tu arduo trabajo y paciencia;  y que no puedes soportar a los malos,  y has probado a los que se dicen ser apóstoles,  y no lo son,  y los has hallado mentirosos; y has sufrido,  y has tenido paciencia,  y has trabajado arduamente por amor de mi nombre,  y no has desmayado. Pero tengo contra ti,  que has dejado tu primer amor. Recuerda,  por tanto,  de dónde has caído,  y arrepiéntete,  y haz las primeras obras;  pues si no,  vendré pronto a ti,  y quitaré tu candelero de su lugar,  si no te hubieres arrepentido.

(Apocalipsis 2:2-5 RV60)

Autor: Luis Caccia Guerra

Escrito para www.devocionaldiario.com

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