Dante Gebel – Hombres de Negro

Hombres de Negro

hombres-de-negroUna reunión siniestra se lleva a cabo en algún lugar secreto del infierno. Alguien acaba de convocar a los oscuros emisarios por un tema de alerta roja en el cosmos. Una nota inquietante.

Los dos visten de negro y usan lentes oscuros.
Caminan sin prisa, y cualquiera se daría cuenta de que están profundamente preocupados. El largo pasillo, tenebroso y siniestro, se dibuja ante ellos como una premonición de lo que les espera adelante, en cuestión de instantes. Casi no hablan, pero los dos sienten lo mismo. Ese sentimiento agobiante e insoportable: el miedo. Uno de los dos rompe el silencio.
– ¿Quién se lo dirá al jefe?
El otro casi no contesta, solo se le oye un murmullo. Un rezongo, tal vez. Acaso porque sabe que lo inevitable es inminente. Cruzan el frío pasillo y la compuerta se abre en medio de un chirrido lúgubre. Casi no hay oxígeno y la atmósfera está viciada. Los oscuros visitantes solo ven el imponente sillón rojo de espaldas. Apenas divisan la silueta de su superior en medio de una espesa bruma. Uno de los hombres de negro está sudando. El otro apenas puede respirar del miedo. El jefe no pregunta, solo espera en silencio el reporte.
– No pudimos… -el hombre se arregla la garganta- mejor dicho, no hay nada que podamos hacer.
El jefe sigue de espaldas, no ha dicho nada, pero ellos saben que está muy enojado. Suele perder el control cuando oye que una misión ha fallado. Por eso, los hombres de negro están temblando. Pero esta vez no hay gritos, no hay histeria. El jefe sigue de espaldas y se percibe una honda frustración en sus palabras. Suena cansado. Apenas, casi imperceptiblemente, mueve sus huesudos y largos dedos.
– Deben tener algún punto débil -dice- un talón de Aquiles. ¿Seguro que lo probaron todo?
– Todo, jefe. Los hemos llenado de tentaciones las veinticuatro horas, tratamos de hacerles sentir culpa y autocompasión… pero sin resultados. Tratamos de llenarlos de odio y resentimiento, pero los desgraciados tienen un anticuerpo. Agotamos todas las armas con ellos.
– ¡Tienen que tener alguna maldita debilidad! -dice el tenebroso jefe mientras cierra su puño derecho- Recuerden que solo son mortales. ¿Probaron con pensamientos impuros y obscenos? ¡El arma de la pornografía y la obscenidad siempre los afecta hasta destruirlos!
– No funciona con ellos. Vuelven a levantarse cada vez. Tienen la estirpe de la nueva generación. Son temerarios, forman parte del último escuadrón. Son una amenaza latente contra nosotros. No logramos quebrarlos, viven en estado de alerta. Tienen corazón de caballeros.
– Lo sé -responde el jefe entre dientes- mientras se sigan levantando jóvenes así, no tendremos un minuto en paz, y lo peor es que dejaron de defenderse y ahora los desgraciados nos atacan.
– Además, reciben entrenamiento continuo, jefe. Un adiestramiento de guerra. Los están adiestrando para una lucha sin cuartel, sin treguas, y si esto continúa, se levantaran otros como él. Arrasarán los colegios, las universidades, las oficinas… No jugarán al evangelio, serán cristianos llenos de pasión. Completamente radicales. Nos perdieron el miedo. Y ya se dieron cuenta por dónde pasa la verdadera batalla.
– Ojalá se quedaran entre las cuatro paredes cantando coros, serían indefensos. Hemos visto desfilar generaciones enteras de ese modo. Pobres ovejitas que suplicaban piedad.
– ¿Está bromeando? Estos son de los que no se conforman con reuniones sociales o confraternidades ridículas. Esta generación tiene sed de conquista y no se detendrán por nada. Tienen la sed del oro, quieren ser campeones. Sencillamente son diferentes. Quieren invadirlo todo en el nombre de Jesucris… bueno, en el nombre de quien usted ya sabe.

Debajo del cuadrilátero
Hace poco me contaron una anécdota que protagonizó un conocido pastor amigo, que fue citado por un importante comité de ministros y teólogos. Estaban intrigados por los mensajes de este prestigioso orador y fueron directo al grano. Le dijeron, sin rodeos, que les diera una razón por la cual jamás mencionaba a Satanás en sus mensajes. Nunca hacía referencia al diablo ni a sus huestes.
El predicador se reclinó sobre su silla e hizo un gesto como intentando recordar. Luego de un extenso silencio, frunció el ceño y dijo:
– Satanás… Satanás… me suena conocido. Si mal no recuerdo debe ser aquel que la Biblia menciona que fue vencido y aplastado en la cruz, ¿verdad?
Los demás asintieron en silencio.
– Entonces tendrán que disculparme -agregó-, sucede que paso tanto tiempo con Dios, que no me resta tiempo para dedicarlo a personajes derrotados. En mi lenguaje no me permito incluir a los vencidos.
Los que estuvieron en aquella reunión dicen que nadie pudo discutir ni agregar nada a lo que el hombre de Dios había dicho. Su razonamiento era inobjetable.
Durante años y generaciones enteras nos hemos pasado el tiempo teniéndole pánico al diablo. Desde que conocemos a Jesucristo se nos dispara al subconsciente que en cualquier momento el equipo contrario puede ganar la batalla. Inclusive los libros más vendidos tienen que ver con aquellos que invierten sus páginas en tratar de definir y descubrir cómo es el enemigo.
El común denominador con el que me he enfrentado cada vez que Dios me puso ante una multitud de jóvenes, fue el terrible miedo implícito que ellos sienten hacia Satanás. La guerra espiritual pareciera ser la única y determinante arma secreta y vital para una vida victoriosa o un verdadero avivamiento.
Es como si el Señor hubiese dicho que logró vencerlo un poquito, pero que como no pudo completar la obra, nosotros tenemos que terminar de derrotarlo.
Quiero que leas con atención lo que trato de decirte: Satanás está vencido. Sin poder. Derrotado. Acabado. Terminado. Destruido. En la lona.
La cruz acabó con ese bravucón.
Y un gran secreto: le tiene terror a los campeones.
Cuando un boxeador logra alcanzar su título, si lo desea, ya no tiene que volver a pelear. No tiene nada que demostrar, ya ha logrado superar a los que disputaban su cinturón. Pero si aparece alguien que lo desafíe, el único que puede autorizarlo para una pelea… es el propio campeón. Si el dueño de la corona no le autoriza la pelea, no importa lo que diga, no podrá subir al ring.
El día que entiendas que -a través de la gracia y el sacrificio redentor- el Señor te entregó el cinturón de ganador, absolutamente nadie podrá subir a tu ring. Estarás por encima. Con tu título. Lo único que puede hacer el perdedor es intentar desafiarte debajo del cuadrilátero. Pero no está a tu nivel, a menos que se lo permitas.
En el huerto de Edén Dios sentenció a la serpiente que se arrastraría por el polvo. Ese es el nivel que le corresponde al enemigo: arrastrado, ni siquiera está en el ring, y el único que puede autorizarlo a subir, eres tú mismo. Cuando logras entender la dimensión de estas palabras, descubres que el enemigo no está preocupado en atacarte, sino en defenderse.

Lo curioso de la guerra espiritual es que hemos errado en el blanco a atacar. El fatídico 11 de septiembre, personajes siniestros tuvieron por objetivo destruir uno de los mayores exponentes arquitectónicos de la gran manzana, las Torres Gemelas. Ni siquiera a sus mentes perversas se les hubiese ocurrido atentar contra el arquitecto o el diseñador de las torres. El blanco era el símbolo del poder financiero del país.
Cuando el cristiano cree que la guerra espiritual se reduce a reprender demonios u ordenarle a Satanás a los gritos que salga fuera, en realidad, solo intenta librar una batalla con el arquitecto, el diseñador de un sistema perverso, pero no afecta su obra. Mientras perdamos nuestro valioso tiempo en inútiles griteríos místicos, el sistema diabólico seguirá arrastrando almas al infierno.
El problema ya no es Hitler, sino el nazismo.
El problema no es el diablo, sino sus obras.
Cuando no tenemos claro el objetivo y pensamos que la guerra es con Satanás, es cuando comenzamos a tenerle miedo, y esa justamente es la manera que él tiene para hacerte bajar del ring o permitirle subir a él. Olvidamos que lo que tenemos es mayor que cualquier cosa de afuera. Creemos que esta victoria es pasajera porque, tarde o temprano, el enemigo vendrá por la revancha. Consideramos que nunca podremos ser campeones, ignorando el cinturón que por gracia sostiene nuestro pantalón.
No digo que no tengas que estar alerta, sino que cuando sepas el nivel en el que el Creador te puso, ya no perderás tu tiempo escuchando a torpes que gritan debajo del cuadrilátero.

Ahora, acompáñame otra vez a ese tétrico lugar y oigamos el resto de la conversación, antes que finalice.
Los hombres de negro contemplan en silencio a su siniestro comandante, aguardan con respeto una respuesta.
Por primera vez el jefe se pone en pie. La bruma sigue siendo aplastante y densa. Una honda preocupación invade el lugar. El jefe mira a sus dos mejores emisarios y les ordena, con un chasquido de dedos, que se retiren de su vista. No quiere verlos ni oír más. Sabe que perdió y le duele a su endemoniado orgullo.
– No puedo permitir que destruyan lo que construí con tanto esfuerzo -dice-, perder con teólogos es más dignificante y hasta entretenido, pero no puedo luchar contra una generación diseminada por toda la ciudad.
Nadie habla en las esferas del averno. No hay nada que festejar ni agregar cuando la misión falla. Satanás contempla su derrota, impotente y sus servidores tienen temor, mucho temor. Acaso porque saben que una nueva estirpe es entrenada para vencer o morir en el intento. Y, acaso, porque también sospechan que les han perdido el respeto.
Están sobre el cuadrilátero.
Y los hombres de negro, tienen miedo.

Autor: Dante Gebel

Adaptado de “El código del Campeón”
Editorial Vida/Zondervan

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